Con
Hugo siempre íbamos a emborracharnos en un bar puro reggae. Lo gracioso era que
con el tiempo, a los dos nos empezó a molestar esa música, las formas que
materializaba en nuestras mentes eran muy amorfas, o se volvían una mina que
estaba re buena y con la que había que saciar la libido en el baño. Lo malo es
que con los estupefacientes esa mina parecía real y estaba ahí, haciéndonos una
paja. Lo malo es que con Hugo siempre íbamos a degradar nuestro espíritu en un
bar puro reggae.
Ya teníamos planeado el viaje y los negocios y la
plata. Ya teníamos planeado todo. Su auto, él, yo, un bolsito cada uno, lo
absurdamente prohibido en otro bolso y la alegría bohemia de sentir el viento
en la cara bien latentes en nuestro cerebro. Ese marzo aparecieron Rudy y
Ernesto, dos amigos que inevitablemente terminarían de novios y junto con
ellos, apareció la rutina amplificada. El bar puro reggae se volvió nuestra
base militar, después iríamos a la casa de Ernesto a discutir sobre cosas que
en verdad no nos preocupaban; leer filosofía y cosas que sólo haría el Club de
la Serpiente. Pero nosotros éramos más amateur y poco creíbles. Porque terminábamos
la noche durmiendo en lugares aleatorios o amaneciendo en el balcón que daba
directo a Gurruchaga, tomando café o mate o esas cosas. El viaje seguía
planeado.
Una noche lo comentamos, entre cerveza y puchos
y política. Una noche salió, el tema, lo dijimos tranquilos y al mismo tiempo,
acelerados. Porque el plan era una prioridad. Y el plan era el viaje. Entonces/por
lo tanto/ergo, el viaje era una prioridad. Lo comentamos esa noche y antes que
se genere algún silencio que nos hiciera pasar a otro tema, vino la frase que
nos esperábamos y que de alguna forma, queríamos oír.
-¿Van ustedes solos?
Y así, Rudy y Ernesto se sumaron a la
prioridad, al plan, al viaje. Fue mucho más sencillo por temas económicos, los
dos tenían un trabajo de detestaban pero les daba un sueldo fijo y la suma de
dinero era razonable. Solamente fue cuestión de paciencia y conciencia. Vamos, eh, paciencia y conciencia que en
unos meses nos vamos. Fue así, la amistad se reforzó muchísimo, ya éramos
cuatro y había una chica en el grupo. La ruina, más o menos…
Fue
entonces que la vi: abrigada hasta la médula, la nariz rosada sobre una bufanda
verde que le tapaba la boca. La mano que asomaba por manga del gabán bordó era
pequeña y huesuda, las uñas cortilargas, nudillos limpios con la marca del
borde del bolsillo. Se rascó la nuca. Tenía frío. “Lila, se hace tarde” le gritó
un hombre. Ella se quedó mirando mis artesanías y me pareció que abrió la boca
como para hablar. Pero nada más me miró con ese aire de frases (incluso
conversaciones) que quedan inconclusas; y se fue, hundiendo la mano en bolsillo
otra vez.
Ese mes, pasó por mi puesto unas seis veces. Algunas,
en compañía del hombre-horario que más tarde la oí llamarlo “Daniel”; otras,
sola. Pero no me hablaba, solamente contemplaba los trabajos en macramé, perdiéndose
entre hilos que van y vienen enredados y luego se iba, dejando un signo de
interrogación en el aire, o en mis ojos.
El frío cesó, un buen día, y dejó rayos de sol
tibio. Septiembre se desperezaba y la feria celebraba. Ese domingo apareció
frente a mi puesto, sola; y sin dudarlo, tomó la pulserita verde y marrón y me
dijo:
-Esto.
No sé, la costumbre será, que automáticamente
dije “muy bien” y busqué un sobrecito de papel para guardarla. Le dije el
precio y sacó un monedero tejido. Entonces la miré fijo y me animé:
-Te decidiste.
-¿Qué? -se ve que le interrumpí algún sueño o
recuerdo –Ah…, sí.
-Vi que pasaste varias veces…
-Sí, sí. Priorizaba compras, no más.
Me dio la plata justa.
-Está bien, comprar sin pensar a veces trae
frustraciones.
-Claro. Pero esto era necesario, no podía
dejarlo pasar.
-Piola –¡¿Qué palabra es esa, Victor?! –. Bueno,
ojalá valga la pena.
-Lo vale –Me sonrió -. Gracias.
-No, a vos. –(soyVictor,ungusto).
Se fue sonriendo.
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