Cuatro meses más tarde
Arreglamos para encontrarnos en un punto medio. Todos saldríamos desde
la casa de Hugo. Los bolsos entraron cómodamente en el baúl. Eran las tres de
la mañana. Se había levantado un viento hermoso. Sabíamos que en la ruta estaría más fresco.
Decidí
quedarme callado incluso en el viaje. En el auto se estaba cómodo aunque un
poco oscuro. Me limitaba a mirar la negrura de afuera por la ventanilla y de
cuando en cuando desviar mis ojos al escote de Lila. Al pasar por las luces,
los rostros se iluminaban por un momento y la escena tomaba color. Pero, ¿quién
quería ver esos rostros? Todos en el fondo, mientras mirábamos al frente,
anhelábamos volver pronto a la oscuridad de la ruta y dejar atrás el recuerdo
fotográfico de tres cuerpos quietos en el asiento trasero, tres cuerpos
aparentemente vacíos tras una luz en postes con teléfonos SOS. No fue sino
cuando cerré los ojos que comencé a sentir que todo se me hinchaba: las cejas,
los brazos, los hombros. Todo adquiría formas colosales y el corazón me latía
más rápido; era la sensación de adrenalina, de vértigo. Luego los miembros
volvían a su tamaño original aleatoriamente, algunos bajaban y otros se daban
lugar para seguir hinchándose. Era la náusea o el dolor de cabeza. Quizá el
cansancio de tantas noches interrumpidas. O el silencio y la paz que deseaba
fervientemente reinaran en mis oídos como flautas en la ventana. Mi mandíbula
tiesa, mis ojos cerrados. No quería despertar. Algo me zumbaba cerca de los
párpados y una voz susurraba que era tarde. Ya nada podía ser más tarde de lo
que era: un instante infinito y nosotros atrás, como un relámpago frío que
vibraba sobre las ruedas traseras. El auto se detuvo. Mis sensaciones
colapsaron y cesaron frente a la quietud. Lila se movió, Ernesto seguía callado.
Afuera el frío era atroz, tan atroz que lastimaba; teníamos suerte de viajar.
Abrí los ojos lentamente. Una barrera. Y ya era de día, la mañana se levantaba
mansa frente al auto. El tren pasó y nosotros nos acomodamos en nuestro sitio.
Supimos que quedaba poco. Unos gritos viejos que resonaron en nuestros oídos
(yo sé que nos pasó a todos) nos puso algo nostálgicos quizás, y Rudy empezó a
hablar:
—¿Les parece dejar el infantilismo del voto de
silencio? Ya estamos llegando… —Su voz sonó como mil vidrios cayendo al suelo.
Le
siguió Ernesto con un “sí” poco convincente; Hugo, mutis. Pero Lila se animó a
contradecir.
—No. La discusión fue suficiente. Apenas
lleguemos, yo me voy.
Era
triste darse cuenta de que Lila había sido la más perjudicada y ahora ella no
querría saber nada con nadie, mucho menos conmigo.
Era triste imaginársela a ella, yéndose a la mierda con su valija y
sintiéndose mejor en otro sitio. Pero sabíamos de antemano que iba a ser así.
Sabíamos eso y mucho más. Sabíamos que Hugo nos haría bajar del coche con
nuestras cosas y él arrancaría para irse, también, lejos. Rudy desistiría de la
idea de un acuerdo pacífico y se marcharía con Ernesto. Yo, sin embargo, era
fuerte. Yo esperaba a quedarme solo.
La
calle, ya pavimentada y llena de autos estacionados nos abofeteó la cara. La
ciudad. La población. Realmente existía humanidad más allá de nosotros. Y el
grupo, que siempre había sido tan exquisito, se sintió libre. Muy libre. Lo
veía en sus caras de fascinación, todas ansiosas por salir Allá Afuera. Todas
excepto la mía, claro, que me taladraba la cabeza pensando en el calvario que
sería volver a empezar de cero: armarme de planes, proyectos inconcretables.
Deambular por otros sitios, conocer gente nueva (no, seguramente lo haría todo
solo). Pero iría en busca de otro rumbo. ¿Qué rumbo? –El tuyo, Víctor.
Estacionamos, nos bajamos, y todo ocurrió mucho más rápido de lo que
esperábamos. Excepto por Hugo, que se quedó apoyado contra el auto, con los
lentes de sol puestos y un cigarro en la mano. Eso denotaba que no quería
hablar con nadie (ni recordar o pensar en nada). Yo crucé la calle y vi al
resto huir sin decir adiós. Era mi turno. Mi vejiga suplicaba por un baño así
que entré a un barcito. Aproveché y me pedí una hamburguesa. Cuando salí, Hugo
ya no estaba. Enfilé para la playa, entonces. Cuando llegué al muelle, me senté
sobre un tronquito solitario, lejos de la arena. Intenté completar mi sombra
vacía con mate, o la plenitud del mar, pero tenía frío y estaba solo de todos
modos. Mi única solución era subirme a un colectivo. En busca de ese rumbo, no
importa cuál, ni el de quién; sería el correcto y yo lo haría mío.
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