Me senté un rato, ahogada en mi realidad solitaria. Me senté para acomodar las ideas, desordenarlas y volverlas a ordenar; caer en la cuenta de cosas externas que en verdad no me importan (o no deberían importarme, me afectan demasiado). Caer implica un impacto y mi tensión liberada vuelta desesperación fue la tristeza. Fue eso, me agarró una tristeza enorme saber que el mundo vive y respira y la gente se quiere, en el otro costado hace frío y acá andamos en ojotas; me agarró por sorpresa y por estúpida, por pensar tanto, por percatarme de que soy excesivamente invisible; en mi cabeza empezó a crecer una molestia, un nuevo nudo a la maraña de idioteces. La gente vive y respira, el mundo se quiere e inquiere, lentamente se desarma y no hay vuelta atrás, sólo hundirse en el ruido y hacer río, los pulmones se llenan de Sangre Natural. La gente se olvida y permanece, o se mueve. Yo soy la que está quieta; podría moverme, romper un poco los vidrios de la quietud solitaria. Si al fin y al cabo soy invisible, desmesuradamente invisible, nadie puede ni siquiera olfatearme. Las flores trituradas mezcladas con químicos y metidas en un frasco que rocié sobre mi cuello y clavículas son servibles sólo para mis conductos nasales. El resto es vida incorpórea, inútil para cualquiera de los sentidos.
¿Qué clase de materia supernatural estará habilitada para percibirme?
Lo bueno de ser fantasma y estar triste es compararse con los demás y reírse de la estupidez propia; perder el tiempo -que en realidad no es tiempo, porque ya no existe o al menos no importa- pensando en las ventajas y desventajas. Y recocijarse en el No Ser, que la Naturaleza va más allá y por fin dejé de ser parte del más acá; que si un humano o androide pregunta qué soy ahora, le dirán que "(no) soy nada".
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