Era un día lluviosísimo ese, cuando todos los patos dejaron de comer el pancito que arrojábamos como los niños libres y honestos que éramos. De color celeste se ven los niños buenos, y es porque sufren y la tristeza los pone así, pero no dicen nada al respecto y sonríen y juegan, les encanta juegar; un poco de a cuatro y otro poco solitos. Nos quedamos encerrados en la casa, mamá siempre en la cocina, revolviendo ollas y limpiándose los dedos en el delantal ya curtido de manchas. La cabeza mucho no se le veía, porque la soga con la ropa estaba justo detrás, entonces los trapos y nuestras prendas oscuras la tapaban. Papá nunca se acostumbró a esa soga, siempre que se lavó las manos y dio media vuelta para sentarse en su sillón, se llevó los trapos puestos y a veces hasta los desenganchaba y los 'click' de los broches cayendo al piso musicalizaban sus insultos. Nosotros nos reíamos, Helena, Gaspar y yo; un poco porque ya lo veíamos venir y otro poco porque cuando mi papá gritaba los plásticos corredizos que usábamos de ventana se sacudían un ratito. La risa se hacía lugar sola, sin pedir permiso y papá entonces se daba cuenta de lo inútil que era vociferar calumnias ante la existencia de objetos inanimados, porque nos veía a nosotros, revolcándonos en carcajadas y así lo hacíamos reír a él también.
Lo importante es que ese día llovía, mejor dicho esa noche, porque ya había oscurecido y la luz blanca de la cocina se extendía sobre la cabeza de mamá y sus ollas revueltas, las manos iban de las hornallas a la alacena, de la alacena a la heladera y de la heladera a las hornallas. Nosotros jugábamos, con aviones de papel amarillo, meciéndonos en un barco imaginario, festejando logros vikingos. Alzábamos las manos sucias de tierra y césped y arrojábamos las Naves de la Fuerza Aérea. Pero entonces mamá sacó la tabla de madera del bajomesada, un cuchillo del cajón y comenzó a picar. Un ruido que duraría no más de un minuto, y cuyo resultado surtiría efecto en nuestros ojos, pronto estaríamos todos lagrimeando y ya era tarde para salir de la casa y huir del ardor. Los grillos anunciaban noche calurosa; lejos, en la entrada a la estancia, una luz titilaba asediada por moscas. Era el mejor momento para pedirle un deseo al cielo, pero en ese entonces éramos muy pequeños y no podíamos salir a correr entre el pasto crecido de noche. No desde la última vez. Las quejas de mamá nos distrajeron de mirar por la ventana, "quedan tantas cosas por hacer...". Pero la cena estaba casi lista. En la mesa había cuatro platos, los de siempre, los únicos; de plástico con pequeñas cicatrices de cuchillos que se pasaron de largo. Manchas de salsa que se aferraron a los cortes y nuestros nombres sobre ellos. Cubiertos a sus costados. Los vasos eran de vidrio, bajitos y verdes; la caja de vino y el jugo de naranja en una jarra de acero.
Éramos muy pequeños para pasear por el pastizal de noche. De día sí, dirían todos los Grandes, porque de día recorríamos todo, desde el jardín hasta las cuatro esquinas de campo que nos pertenecían porque rodeaban la casa: El árbol de la Reina de Edimburgo, la granja del señor Barroco, el calabozo de los plebeyos y el río de los peces verdes. Toda la mañana, el mediodía y la tarde, hasta las siete y media. Cada zona tenía un juego y cada juego llevaba a esquinas diferentes.
La guerra que estábamos jugando llegó a un acuerdo de paz cuando el cuchillo se deslizó por la madera introduciendo lo picado en la olla y produciendo ruido a fuego.
Lo importante es que ese día llovía, mejor dicho esa noche, porque ya había oscurecido y la luz blanca de la cocina se extendía sobre la cabeza de mamá y sus ollas revueltas, las manos iban de las hornallas a la alacena, de la alacena a la heladera y de la heladera a las hornallas. Nosotros jugábamos, con aviones de papel amarillo, meciéndonos en un barco imaginario, festejando logros vikingos. Alzábamos las manos sucias de tierra y césped y arrojábamos las Naves de la Fuerza Aérea. Pero entonces mamá sacó la tabla de madera del bajomesada, un cuchillo del cajón y comenzó a picar. Un ruido que duraría no más de un minuto, y cuyo resultado surtiría efecto en nuestros ojos, pronto estaríamos todos lagrimeando y ya era tarde para salir de la casa y huir del ardor. Los grillos anunciaban noche calurosa; lejos, en la entrada a la estancia, una luz titilaba asediada por moscas. Era el mejor momento para pedirle un deseo al cielo, pero en ese entonces éramos muy pequeños y no podíamos salir a correr entre el pasto crecido de noche. No desde la última vez. Las quejas de mamá nos distrajeron de mirar por la ventana, "quedan tantas cosas por hacer...". Pero la cena estaba casi lista. En la mesa había cuatro platos, los de siempre, los únicos; de plástico con pequeñas cicatrices de cuchillos que se pasaron de largo. Manchas de salsa que se aferraron a los cortes y nuestros nombres sobre ellos. Cubiertos a sus costados. Los vasos eran de vidrio, bajitos y verdes; la caja de vino y el jugo de naranja en una jarra de acero.
Éramos muy pequeños para pasear por el pastizal de noche. De día sí, dirían todos los Grandes, porque de día recorríamos todo, desde el jardín hasta las cuatro esquinas de campo que nos pertenecían porque rodeaban la casa: El árbol de la Reina de Edimburgo, la granja del señor Barroco, el calabozo de los plebeyos y el río de los peces verdes. Toda la mañana, el mediodía y la tarde, hasta las siete y media. Cada zona tenía un juego y cada juego llevaba a esquinas diferentes.
La guerra que estábamos jugando llegó a un acuerdo de paz cuando el cuchillo se deslizó por la madera introduciendo lo picado en la olla y produciendo ruido a fuego.
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