4.2.13

Ventana

Como de costumbre, la noche vivía y yo también. Pegada al escritorio, levantándome, revolviendo papeles, prendiendo y apagando luces, sentada en la cama, fumando el quinto pucho; todo era lo mismo. Si el mundo afuera tenía avenidas llenas de naranja, y rojos y verdes que marcaban el destino de los vehículos y peatones, si las pocas nubes y estrellas ni eran tomadas en cuenta para mí era lo mismo. Grisáceamente condenada a un paisaje de terrazas vacías y casas oscuras que duermen; el sigilo de los gatos y la irrespetuosidad de los perros; oportunamente oía a los autos acercarse para pasar de largo, ir quizá hacia esas avenidas y así llegar más allá del afuera y el adentro para dirigirse a un limbo de incertidumbres: cosas que terminan y otras que empiezan, el ciclo como un juego de infinitas formas redondas que el Tiempo y la Existencia desenriedan y ramifican respectivamente.
Así y todo, para mí era lo mismo, mi pucho era igual, mi cuello alargándose para ver lo estático, lo que ya sabe que está ahí. En parte, creo que siempre miré por la ventana porque buscaba algo más, algo mucho más fuerte y metamórfico, algo que me afecte a mí y nadie más, incluso la fantasía de que me lleve a otro lado asomaba las alas. Lo importante -o no, no sé-, es que yo ya había escrito, y me había tragado la última gota de agua, y había leído, y había escuchado las mismas canciones hasta el hartazgo. No quería nada más, pero me gustaba fantasear con que todo me quería a mí. Y así me encarcelaría perpetuamente a una celda que en algún momento habré rotulado como mi santuario. La verdad es que había subido la persiana y había corrido el vidrio de la ventana para dejar el humo volar. Yo era (soy) un potencial peatón en stand-by, a cara lavada, haciéndose llamar por su nombre de pila. Y era en ese momento, mientras la noche vivía y yo le hablaba; que trazaba una línea marcando la diferencia entre mi afuera y adentro. Porque miraba las estrellas. Y ellas eran, pocas pero presentes, repartidas en el cielo como lunares cancerígenos para mi existir. Y así a mí me gustaba mi veneno, la magia tan sencilla, ser feliz con tan poco; todos esos dichos que ahora no me servían, porque la diferencia seguía haciéndose valer: yo estaba en la realidad y aunque era la mía, era quietud, era espasmo de euforia, el frenesí bajo llave en algún baúl de mi alma. Después de todo, tenía que abrirle paso a la metafísica, creer en un alma, considerando el sinfin de cosas que estaba sintiendo y todo se resumía al hecho de compartir tiempo conmigo misma, a la vez que el deseo de compartirlo con alguien más me latía en los ojos y en las manos y porqué no en la boca; había llegado al punto de conversar con mi ser, en una imagen fina pero dinámica, eran las 5 am cuando despegué y lentamente amaneció frente a mi rostro. El problema no fue perderme el pedazo de alba inalcanzable, el problema fue respirar profundo el aire que venía de afuera, directo de las avenidas, filtrado por las terrazas vacías ahora más luminosas. Oler el arma de ese afuera fue inevitablemente tentador. Mis pies adheridos al suelo, moviéndose en sueños en los que saltaban y se alejaban de todo, de lo trillada que era mi realidad. Saltaban y salían corriendo, el cielo blanco y mi aura naciendo, bañada en energía y las ideas hechas capullo. Podían florecer en un banco de plaza, en una piedrita color ladrillo, en un charco de aceite automovilístico, en un puesto de diarios que recién abría sus puertas.
Porque así como por inercia, me recosté y busqué mi cuerpo; cubriéndome y acomodando la cabeza en el lugar apropiado, pudiendo aunque sea dirigir mi mano entre mis piernas y encontrar placer, pero no. Lo que hice fue cerrar los ojos y seguir pensando, que otra noche se iba y yo acá, durmiendo lo rosado de la mañana para repetir la experiencia una y otra vez.
¿Qué más, si no?

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