27.11.12

Personajes IV

El puente estaba clausurado hacía tres años ya, desde aquella monstruosa vez en que Alberto Ibarra decidió quitarse la vida de un salto y reventarse la cabeza contra el pavimento. El municipio colocó un alambrado que envolvía al puente como una sábana metálica para que a nadie más se le ocurra volar; y a los pocos meses, una reja en las escaleras impidió el acceso. El Intendente, en una cena pasada de vino, explicaría entre hipos: "Ya está, les prohíbo que pasen, directamente. No entra nadie y así no me rompen más las pelotas."
Entonces el tiempo oxidó los alambres y la Naturaleza propagó enredaderas que cubrieron casi todo el puente, que pronto pasó al olvido, al igual que Alberto Ibarra.
El puente estaba clausurado para todos los ciudadanos; pero no para Russel. Él tenía un escondite al que accedía todas las noches; por el costado de la escalera, atravesando la porción de alambrado que había removido minuciosa y disimuladamente. Las plantas tapaban el techo y las paredes, a excepción de una pequeña parte, escondida para la vista externa.
Russel iba allí todas las noches; los linyeras mantenían el secreto de que ese era su lugar. Hasta fue colocando una silla de playa para estar cómodo, un baúl donde guardaba binoculares y latas vacías; algunos diarios sobre la silla y dos linternas que colgaban de los apoyabrazos. Ahí se sentaba e invertía su tiempo. Las luces naranjas hacían que todo se viera más interesante. Y él, sentado ahí con sus ojos saltones, los dientes amarillos, el pelo grasciento; un cigarro en la mano hábil, sostenido por las falanges desnudas y mugrosas que asomaban de los guantes mitones deshilachados. Lo importante era ver la autopista moverse y ser de los autos y de los materiales urbanos. Él, un simple espectador de todo ese show, observando a los autos ir y venir como relámpagos o estancarse los domingos al atardecer, peleándose entre quejas vehiculares. Si tenía suerte, presenciaba un accidente y eso, según Russel, era lo mejor que podía pasar. Un discman al que conectaba unos auriculares musicalizaban la escena; por lo general era clásico, y si el accidente ocurría, la música era el accesorio especial, volviéndolo dulce y satírico. Mientras veía las ambulancias llegar y la caravana ralentizarse; reflexionaba y llegaba a la conclusión de que tales máquinas como los autos, habían sido fabricadas con ese fin: el de colisionar unas con otras y despedazarse. Entonces el show era un verdadero lujo: la Tecnología desbordándose de la Inconsciencia del Hombre, y Russel aplaudía, saltaba en su silla y rogaba ver más.
Así se iba una noche y cuando el cielo clareaba, salía del puente sin ser visto y volvía a su casa a descansar.

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