10.3.13

la voz de la piel

Me deshice de cada prenda con una gracia varonil: el cuello de la camiseta tironeado de la nuca hacia adelante, aflojé el elástico del pantalón y cayó rápidamente a mis tobillos. Un pie y luego el otro, paso atrás. Me desnudé sutil pero naturalmente, erguida sobre mi sitio, los brazos raquíticos al costado del cuerpo. Siempre tuve mala postura, sabía que mis clavículas saltaban como flechas y que si doblaba el torso sonarían  sacras, lumbares y dorsales. No me dijo nada, ni siquiera me examinó con los ojos, los mantuvo en mi rostro. Vi que respiró hondo y sonrió, mantuvo una comisura elevada y me dijo:
-Vení, acercate.
Dejé la ropa donde cayó y avancé hasta la cama. Seguía de pie, ahora enfrente suyo. Más encorvada que antes. Le sostuve la cara con una mano y lo miré hasta el hartazgo, buscando en sus pupilas todo el deseo que me escondía y transmitiéndole hilos de fuego telepáticamente. No vi más que imágenes remixadas de lo que sucedería después; piel y caricias entre besos por todas partes, y mis piernas y las suyas correspondidas. Me doblé más y lo besé. Las manos directo a la nuca y las suyas a mi cintura. Nos ubicamos bien. Entre eso y el botón del pantalón, que yo te ayudo, que no, ya estás grande, cuál es el apuro, los zapatos primero, pero queremos ya y no en un rato, ésto recién empieza. En mi rutina de mujer, me acomodé sobre sus rodillas para que los besos me hicieran rodar y quedar debajo suyo. Pero me quiso sobre él, en todo momento. Se mantuvo sentado en su mejor esfuerzo por sostenerme de la espalda y besar mi pecho; y mirarme a los ojos, siempre. De alguna forma, nos expresábamos deseo de iris a iris. Lo que nos diferenciaba era que esa vez, yo lo protegía a él. Y esa fue una de las tareas más hermosas que me haya tocado hacer. Así, tan grandioso en su longitud, tan maduro, tan viril... tan hombrecito. Y uno precioso. De alguna forma, mi cuerpo dos (o tres) veces más pequeño que el suyo lo rodeó y cuidó de golpes bruscos, giros repentinos y malos tratos. No iba a aprender de mí, pero íbamos a aventurarnos juntos. Era yo la del poder y el movimiento, la del timón a su destino; yo mantuve el calor hasta su ebullición, cuando ambos expectantes nos apresuramos por poseer todo, medio acostados medio sentados; y nos quisimos en todos los sentidos posibles, invadidos por la sensación de que todo encajaba en el universo, cada cosa en su lugar y en el correcto; cada camino limpio, cada especie creada y desarrollada para tal y cual fin, la vida y la muerte como procesos mecánicos y satisfactorios. Todo era absoluto y perfecto. Su cabeza en mi hombro y mis brazos aferrados a ella. Presionando y luego soltando. Los pulmones hinchándose y vaciándose, exhaustos de tanta vida. Volvimos a mirarnos y esta vez no había deseo, había un festejo, un paraíso de sensaciones en respectivas cumbres. El instante culminó en un beso con las manos en las mandíbulas, recostándonos cuidadosamente, vueltos suaves y sensibles, hasta frágiles pero resistentes. Sonrisas que duraron mil momentos. Me quedé en vigilia incluso hasta después de las caricias posteriores y los besos en el hombro. Fue amor. Una acción y demasiadas reacciones. Yo lo protegí y él se sintió a salvo, correspondido con el ritmo del mundo, consigo mismo y conmigo. Eventualmente se durmió y lo observé hundirse en las tibias aguas del placer alcanzado. Había sido amor. Y ya estaba hecho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

lo que sea que vayas a decir, gracias.