14.7.12

XI

Me despertó una persiana que se subió y vi la figura de Xiu moverse con mucha rapidez fuera del cuarto, como un relámpago naranja. No sabía la hora que era, no había reloj sobre la mesa de luz. No había mesa de luz. Me agarró frío. No había sábanas. Es más, estaba recostada en un colchón grande sobre el piso, con una frazada azul cubriéndome hasta los hombros pero destapándome los pies. Me retorcí y me desperecé. Empecé a oír ruiditos. Me levanté, naturalmente. Me vestí. Fui hasta el marco de la puerta. Miré a los costados. A mi derecha, una pared. A mi izquierda, un pasillito. Salí. Doblé a la izquierda otra vez. Estaba en la sala del caos. Pero entre todas esas montañas de bártulos, lo divisé a Xiu sentado sobre una caja peruana, desnudo, con las manos cerca de la boca. Los ruiditos se acrecentaron. Me acerqué más. Eran silbidos. Me acerqué más. Sonaban como un pajarito vespertino. Ya estaba atrás de él. Los silbiditos plumíferos salían de entre sus manos. Me vio. Sus ojos lluvia bien abiertos. Se movió. Era una ocarina, según dijo, enderezándose. Se volvió a encorvar y dando un suspiro dijo:
-Bueh, me voy a vestir.
Yo quería saber la hora, quería seguir durmiendo pero tenía que irme a trabajar. Seguramente no pasaban las siete. El cielo medio violetita. Se levantó, se fue al cuarto. Lo escuché gritar:
-¿Querés tomar algo o te tenés que ir?
-Ambas -contesté.
Silencio... ruido a puertas y cajones que se abren y se cierran. Volví a quedarme quieta, en el medio de la sala. Volví a analizar el espacio del caos. Parte de mi cerebro mandaba la orden de ponerse a limpiar vorazmente. La otra se percataba de que era casa ajena y de que seguramente Xiu amaba ese clima.
Se apareció con un jean clarito y una remera blanca, lisa. Lo vi descolgar un collar de hilo macramé de un estante, colocárselo en el cuello. Se me acercó.
-¿Qué hora es? -pregunté.
-Las... -desvió los ojos al techo -siete y media.
-Me tengo que ir.
-Bueno, te abro la puerta.
Buscó entre la ropa una campera. Descolgó de un clavo en la pared las llaves. Abrió, pasé, bajamos la escalera caracol interminable. Abrió la puerta azul. Me dejó pasar. Ahí se quedó.
-Bueno, ey -miró a los costados -, estuvo bueno ayer.
Le sonreí.
-Sí... -("no se lo digas, no se lo digas, no se...")-, podría repetirse, ¿no?
Se rió. Bajó la mirada.
-Sí, qué sé yo.
Lo ignoré. Redondeé la idea, entonces.
-Bueno, nos vemos -¿cómo te saludo, Xiu? Acabás de dejarme en claro que dejás todo fluir y que no te gusta pasar por las mismas corrientes. Lo que ayer fue una especie de pasión casual se me dio vuelta por un telón muy negro, esa carcajada rara que soltaste cuando te ofrecí otro encuentro. ¿Cómo te saludo?
Se apresuró a darme un beso, seco, tranquilo, de toda la vida, en los labios. No me tranquilicé. Xiu era todos mis ideales condensados en un flaquito pseudo-callejero. Y yo quería saber más de él. Por qué vive tan enquilombado, por ejemplo. Por qué cuida niños en la plaza, por qué usa esa máscara de lobo, por qué le gusta delirar tanto con historias improvisadas. Por qué se llama Xiu. Por qué le dicen Peter Pan. Por qué me lo tuve que cruzar y por qué garchamos.
Ya estaba arriba del colectivo cuando dejé de pensar en todo eso. Llegué a casa, iban a ser las ocho. Me cambié, lavé la cara. Paula dormía en el sillón, no sé porqué. Ella y el vino, ella y el vino... Me fui a trabajar. La ropa se daba vuelta y se centrifugaba. Remeras blancas lisas que no me alcanzaban los ojos para ver las millones de copias de la esencia de Xiu dibujada en sus cuellos bordados, percusión en mis oídos. Qué flaco hijo de puta. Dos, dos veces lo vi. ¿Es acaso creíble eso? Dos veces lo vi y ya, ya me imaginaba su espíritu materializándose en la puerta de vidrio con las rejas, haciendo sonar el llamador de ángeles. ¿Qué ángeles van a venir acá? No nos necesitan. ¿Él? No, él es un bicho raro. Y es demasiado obvio que no fue hecho para mí. Fue hecho para algunas... unas cuantas.

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