25.7.12

XII

No salí, naturalmente. En esos seis días que pasaron, dele-que-te-dele con la lavandería y el trabajo arduo de las mujeres mulatas con pañuelos en las cabezas y aros colgantes voluminosos; no salí. Aproveché para dormir todas esas horas que le debía a mi cama, con el mismo juego de sábanas hace casi un mes. Llamé a mi mamá, acordamos para merendar, un día, con Lautaro o sin él, pero resultó que con él, porque fuimos a ese café tan triste y tan aburrido para los niños. Y ver a Lautaro ensimismado en sus crucigramas o estrategias de juegos de mesa me hizo recordar lo mucho que los escolapios se adherían a Xiu Peter Pan, intrépido ciruja viviendo a propinas y a boludeces de quiosco y al amor de los niños. Pero al ratito me olvidé, bebí de un trago la sodita y me olvidé. No me acordé de nadie más, sino que pensé en mamá y en aquellos días en los que mi pelo se acomodaba en trenzas, y yo simplemente aprovechaba mis tiempos libres para observar enternecidamente el rostro blanco y brillante de Lourdes, mi maestra de jardín de infantes; mirarla pasear serenamente entre los caños pintados de colores y los toboganes de madera ya gastada. Verla escarbar su gran bolsillo del guardapolvo, que bien tenía bordado en cursiva: Lourdes; y sacar de ahí lápices, de esos amarillos con la punta rosada, de los que ya no se consiguen en cualquier lado y si se consiguen, su trazo es muy clarito y casi ni se ve; sacar algún cassette, biromes verdes y los muñecos de los que estaban distraídos y no prestaban atención. El ruido que hacían sus manos mientras revolvía las cosas o borraba los pizarrones. Mientras tomaba los cuadernos llenos de plasticola y notitas para los papis. Y todo cubierto por la marquesina de su mentón, y de nuevo su rostro blanco y brillante y sus manos de seda siempre tibias.
Me acordé de todo eso, y tuvo que pagar mamá.
Otros días que pasaron volando hasta que me cansé de estar sola e indispuesta y con el cuerpo tan cansado que fui a ver a Patricio. Sí, no sé, fue un impulso extraño que me empujó hasta la puerta de su edificio. Y me abrió la puerta y estaba afeitado y otro corte de pelo y un pulóver verde, bermudas azules y mis ojos derritiéndose de ganas de enchufarnos a ver los VHS por horas.
-Ursu...
-¿Ves?
-¿Qué?
-Volví.
Nos encerramos un buen rato, siempre arrastrados por el bracito del tiempo fundido en el pasado. En el pasado que tuvimos, tan mojado en lágrimas y placer que duraba lo que un video. El pasado que tuvimos, bajo lámparas naranjas, enredados en indumentaria de invierno: siempre. No era sexo nada más, no era amor nada más. No era. Bah, no podía ser.
Permanecimos charlando de cosas que a ninguno de los dos les importaba, porque en realidad queríamos movernos de diferentes maneras. Bailamos igual, eh. Bailamos un poquito en luces tenues, navideñas; pero no hubo electricidad, no servía, no queríamos eso, ni mucho menos seguir charlando de por qué la gente es tan pelotuda, por qué el mundo no se toma unas vacaciones de la humanidad. Y así, después de filosofía nula y té en hebras y algún budincito de naranja y danzas algo así como plumíferas; decidimos matarnos a besos, sabiendo que ninguno de los dos moriría, sino que sería mucho más fuerte. Porque boca a boca, se medían debilidades y fortalezas, se hallaba el momento justo para atacar y matar o... revivir. Pero entonces...
-Entonces no es una guerra.
-No, es algo mucho peor.
-Amor.
-No, no es eso. Es...
-Bronca.
-Queja.
-Celos.
-Tristeza.
-Felicidad.
-Calentura.
-Ira.
-Pasión.
-Oscuridad.
-Velas.
-¡Universo!
-Sí...
-Sí.
-Es amor.
Y terminamos viendo el sol penetrar por los agujeros de la persiana. El tatuaje en la espalda de Patricio, inerte. Pero con la marca de mi presencia. Como siempre, como de costumbre. Y decidí quedarme con él unos días. Porque aparentemente, no puedo estar sola. No puedo tener esa vida de amigas con Paula y arreglarme las noches de los sábados para ir a un bar y tomar cerveza o tragos sofisticados, con maní intermitente. No sirvo para eso. Sirvo para esto, para estar en casa ajena y revolcarme con cuanto hombre complicado encuentre en mi vida y ¡oh casualidad! soy demasiado puta como para decirles que no. Y soy lo suficientemente puta como para encontrarlos y hacer que me lleven a su cama. Pero Patricio era una cosa muy temporal, muy parcial. Parecía eterno, hasta yo lo sentí. Pero no. Los dos siempre nos caracterizamos por ser bastante esporádicos y esas cosas que te hacen querer un día y odiar al otro. Como el otoño al verano. Ay, salí, las hojas me molestan, salgan de mis ramas, ya no las quiero. Y todo el invierno llorando por la vuelta del verde y una melena que revolear con el viento dulce de las nochecitas que llovizna un poco. ¡Pero no! La lluvia es azucarada y se está solo, y ay Patricio, ya te extraño pero no te quiero. Fue un jueves a la noche que me quedé sola en la llovizna. Y por decisión propia. Patricio se estaba lavando los dientes esa mañana y todo me revolvió el estómago, me sentí una cincuentona desagradable vivendo una rutina hippie. Sentí todo como una costumbre, me agobió, hirvió en mi sangre y me tuve que ir. Y no me fui a mi casa. Me fui abajo de un tobogán, a tomar sidra con Xiu. Pero Xiu estaba raro. Casi ni me hablaba. Le pregunté cosas que respondió con naturalidad, pero el silencio se tragó su encanto y estuvimos callados la mayoría del tiempo, interrumpidos por la sidra ir y venir en la botella, bailar en nuestras bocas, negrura de la noche y besos que me fallaron.
-Xiu...
-¿Qué?
-Contame cosas tuyas; ya sé que me vas a mentir, que vas a inventarte una historia y eso pero, no me importa. Hay mucho silencio y me van a sangrar los oídos si no hablás.
Vaciló un rato. Miró la periferia. Se miró las manos, dejó la botella en el suelo. Hacía menos frío que de costumbre. Prendió un cigarrillo. Me miró. Se acomodó con los brazos en las rodillas y las manos juntas. No corrió la vista de mi cara.
-Hace un tiempo, yo estaba encerrado. Enfrascadísimo y sin voz. Me costaba decir las palabras, escribirlas o gritarlas. Me habían internado. Un golpecito en la pierna fue, pero terminó en una infección que-no-sé-qué, en una fractura que-andá-a-saber y esas cosas. No hacía otra cosa que dormir. No me movía, no me levantaba de la camilla. Y yo estaba jugando a la pelota, entendés, estaba corriendo por el pasto de esa canchita, todos a los gritos y yo tirado en el piso. Tantas jeringas, tanta operación y tornillos entre los huesos. Un asco. Catorce años tenía. Y mi vieja venía de vez en cuando. Papá se quedó conmigo. La comida, incomible... No sé porqué te conté eso.
-¿Es cierto?
-No. Bah, sí. Capaz sí.
Me sonreí. De alguna forma, lo quería, lo quería mucho y ese ratito fue un rayo de sol. Amagué acercarme para abrazarlo. Se dejó, lo hubo drama. Lo miré. Cerca, cerca. Me miró y me dio un beso yunque; de esos que uno da solamente para sacárselo de encima. Y yo todavía lo quería. Me fui cuando dejó de lloviznar. Me fui a mi casa. Me sentí una boluda. Pero le prometí que lo vería ese domingo. Y él no dijo nada, solamente se rió.

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