20.11.12

Historia 2 - IV



Cuatro meses más tarde

  Arreglamos para encontrarnos en un punto medio. Todos saldríamos desde la casa de Hugo. Los bolsos entraron cómodamente en el baúl. Eran las tres de la mañana. Se había levantado un viento hermoso. Sabíamos que en la ruta estaría más fresco.
  Decidí quedarme callado incluso en el viaje. En el auto se estaba cómodo aunque un poco oscuro. Me limitaba a mirar la negrura de afuera por la ventanilla y de cuando en cuando desviar mis ojos al escote de Lila. Al pasar por las luces, los rostros se iluminaban por un momento y la escena tomaba color. Pero, ¿quién quería ver esos rostros? Todos en el fondo, mientras mirábamos al frente, anhelábamos volver pronto a la oscuridad de la ruta y dejar atrás el recuerdo fotográfico de tres cuerpos quietos en el asiento trasero, tres cuerpos aparentemente vacíos tras una luz en postes con teléfonos SOS. No fue sino cuando cerré los ojos que comencé a sentir que todo se me hinchaba: las cejas, los brazos, los hombros. Todo adquiría formas colosales y el corazón me latía más rápido; era la sensación de adrenalina, de vértigo. Luego los miembros volvían a su tamaño original aleatoriamente, algunos bajaban y otros se daban lugar para seguir hinchándose. Era la náusea o el dolor de cabeza. Quizá el cansancio de tantas noches interrumpidas. O el silencio y la paz que deseaba fervientemente reinaran en mis oídos como flautas en la ventana. Mi mandíbula tiesa, mis ojos cerrados. No quería despertar. Algo me zumbaba cerca de los párpados y una voz susurraba que era tarde. Ya nada podía ser más tarde de lo que era: un instante infinito y nosotros atrás, como un relámpago frío que vibraba sobre las ruedas traseras. El auto se detuvo. Mis sensaciones colapsaron y cesaron frente a la quietud. Lila se movió, Ernesto seguía callado. Afuera el frío era atroz, tan atroz que lastimaba; teníamos suerte de viajar. Abrí los ojos lentamente. Una barrera. Y ya era de día, la mañana se levantaba mansa frente al auto. El tren pasó y nosotros nos acomodamos en nuestro sitio. Supimos que quedaba poco. Unos gritos viejos que resonaron en nuestros oídos (yo sé que nos pasó a todos) nos puso algo nostálgicos quizás, y Rudy empezó a hablar:
—¿Les parece dejar el infantilismo del voto de silencio? Ya estamos llegando… —Su voz sonó como mil vidrios cayendo al suelo.
  Le siguió Ernesto con un “sí” poco convincente; Hugo, mutis. Pero Lila se animó a contradecir.
—No. La discusión fue suficiente. Apenas lleguemos, yo me voy.
  Era triste darse cuenta de que Lila había sido la más perjudicada y ahora ella no querría saber nada con nadie, mucho menos conmigo. Era triste imaginársela a ella, yéndose a la mierda con su valija y sintiéndose mejor en otro sitio. Pero sabíamos de antemano que iba a ser así. Sabíamos eso y mucho más. Sabíamos que Hugo nos haría bajar del coche con nuestras cosas y él arrancaría para irse, también, lejos. Rudy desistiría de la idea de un acuerdo pacífico y se marcharía con Ernesto. Yo, sin embargo, era fuerte. Yo esperaba a quedarme solo.
  La calle, ya pavimentada y llena de autos estacionados nos abofeteó la cara. La ciudad. La población. Realmente existía humanidad más allá de nosotros. Y el grupo, que siempre había sido tan exquisito, se sintió libre. Muy libre. Lo veía en sus caras de fascinación, todas ansiosas por salir Allá Afuera. Todas excepto la mía, claro, que me taladraba la cabeza pensando en el calvario que sería volver a empezar de cero: armarme de planes, proyectos inconcretables. Deambular por otros sitios, conocer gente nueva (no, seguramente lo haría todo solo). Pero iría en busca de otro rumbo. ¿Qué rumbo? –El tuyo, Víctor.
  Estacionamos, nos bajamos, y todo ocurrió mucho más rápido de lo que esperábamos. Excepto por Hugo, que se quedó apoyado contra el auto, con los lentes de sol puestos y un cigarro en la mano. Eso denotaba que no quería hablar con nadie (ni recordar o pensar en nada). Yo crucé la calle y vi al resto huir sin decir adiós. Era mi turno. Mi vejiga suplicaba por un baño así que entré a un barcito. Aproveché y me pedí una hamburguesa. Cuando salí, Hugo ya no estaba. Enfilé para la playa, entonces. Cuando llegué al muelle, me senté sobre un tronquito solitario, lejos de la arena. Intenté completar mi sombra vacía con mate, o la plenitud del mar, pero tenía frío y estaba solo de todos modos. Mi única solución era subirme a un colectivo. En busca de ese rumbo, no importa cuál, ni el de quién; sería el correcto y yo lo haría mío.

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