14.8.12

XIV

¿Qué iba a hacer? Ya se había secado todo, en medio de un desierto violeta, o gris. Parada en la cima de la luna pero, ¿cuál es la cima? La no-cima quizás, no sé, me encerré en casa para vivir el mismo aire. Seco, todo seco. Está bien que al menos no llovía, pero esta vez, lo necesitaba; me hundía en plena sequía, me deshidrataba de paranoia y me envolvía en pasajes de libros que en algún momento de la tarde vana me digné a leer. No era tristeza, no era bronca, era quietud. El sedentarismo y la joroba del camello tapándome el sol y dándome frío. No llamé a nadie, solamente a mamá para esto y aquello, que estoy bien y esas cosas. No, Paula se fue a trabajar ¿Y vos no trabajás? Estoy en el trabajo, má. No viene nadie casi, ahora sale un poco el sol. La gente cuelga la ropa y que se seque tranquila en el patio, en la terraza. Si alguien te la roba, si esa toalla que creías favorita desaparece, bueno, allá vos. No quiero salir, estoy bastante bien en casa, se me ocurrió hacer limpieza profunda y tirar un poco de chirimbolos que sobraban. No, qué sé yo, me agarró la loca y empecé a limpiar. No, entonces si Lautaro está haciendo la tarea dejalo, dejalo que termine. Porque iniciar algo implica terminarlo, no dejarlo por la mitad, ¿no? No sé, no sé ni qué digo, tengo mucho sueño. Andá a saber, cansancio acumulado, en algún momento me iba a atacar. Bueno, hablamos otro día, má. Un beso.
Lo productivo es que me ahorré muchos viajes en bondi y en meriendas truchas en esa plaza quemada. Porque seguramente ahora se convirtió en cenizas, es más, me la imagino en llamas y muchos animales salvajes (por qué no dinosaurios) correteando alrededor. Me imagino muchas cosas cuando me deprimo. Úrsula. Sí, alguien dijo mi nombre, alguien me llamó, y yo me di vuelta y nada, miré para todos lados y nada. Úrsula. Bueno, cortala, ya entendí, me estás boludeando. Úrsula. No me voy a dar por aludida. No me jodas.
Entonces sentí un dedo en la nuca.
-¿Qué hacés?
-Voy para casa, vos, ¿qué hacés acá?
-No sé, vine a comprar un libro pero no me alcanza. Entonces, se me ocurrió que compartiéramos un café.
-No quiero café.
-Entonces estaría bueno que me observes tomar café.
-¿Para qué?
-Para sentirme una estrella, para estar un rato ahí y que el lugar parezca una pecera.
Caminamos un rato hasta la esquinita, los arabescos dorados porteños y la pesada palabra CAFÉ en la puerta. Nos sentamos, la mesa cuadrada y las sillas barnizadas, con ese respaldo del que inevitablemente la campera se resbala. La dejé en mi espalda, arrugada a la altura de la cintura. Él, enfrente mío, por supuesto. Efectivamente, se pidió un cortado. Sus aires de normalidad me molestaron como a la vez me calmaron. No quería estar ahí, pero a la vez fantaseaba con que ese rato dure bastante.
Chocó la taza medio llena (medio vacía) con el plato. Me harté y hablé.
-¿Por qué estás como si nada?
-¿Como si nada qué?
-Como si nada hubiera pasado. Como si yo no me hubiera ido esa mañana y te hubiera dejado otra vez.
-Ya sabía que te ibas a ir. Es más, te dejé la puerta abierta.
-¿Querías que me vaya?
-Quería que hagas lo que se te cantara. Capaz yo quería estar un poco solo, también.
-Entre el chiqui-chiqui-chiqui del cepillo en tus dientes y el picaporte de la puerta de entrada debió haber habido un beso.
-Debió... pero ya está.
-Y contame, ¿estás saliendo con alguien?
-No... pero eso me dice que vos sí.
-No, al contrario. Estoy solísima. Estoy... qué sé yo, triste.
-¿Triste?
-No sé, intenté transgredir tantas veces y romper mis propios límites o llevarle la contra a mi propio espíritu que... ya todo perdió gracia, como si el relámpago durara un minuto y mis ojos lo miraran constantemente brillar y mostrarme que todo se deteriora, todo se... termina en algún momento.
-Avalancha de lágrimas, decís.
-No, ya ni siquiera eso. Es una sequía incesante.
-Te conviene; aunque cumple con la ley de que siempre queremos lo que no podemos tener.
-Es como si hablara con mi conciencia.
-Vos no tenés conciencia, Úrsula, la echaste a patadas hace rato.
Le sonreí. Quise estirarme para darle un beso o un mimo o algo... quise nomás.
-¿Ves? Somos un espejo, Patricio.
-Bastante pequeño, diría yo. Nos reflejamos pocas cosas, detalles, pequeñeces.
-Pero son las más importantes. Al menos para mí, ahora.
-Estás triste en serio, eh.
-¿Me llevás a algún lado?
-No, tengo que ir a lo de un amigo, hace un asado en la casa. A menos que quieras venir. Capaz te copa Barracas.
-¿Van a salir después?
-No creo, son bastante domésticos esos perros.
-Estoy que vuelvo del trabajo.
-No importa, bah... te dije, capaz no querías venir.
-Me estás queriendo llevar de todos modos.
-Ya sabés por qué.
La servilleta -de esas que no limpian nada, que no sirven para el resfrío, que hacen ruido a papel glacé, que tienen un borde azul, que...- dibujó un arco invisible en su boca y pagó y nos levantamos. Se me dio por esperarlo y seguir sus pasos, para ver qué onda. Mientras pensaba en lo idiota que soy o en lo dulce que es la vida conmigo. Patricio es más ágil que yo y, obviamente, más hombre. Al verme esperarlo, quieta, avanzó en mi dirección y accionó como si eso fuera lo que yo esperaba: me dio un beso rápido y habitual.
-El beso que nos debíamos.
Estoy segura que los demás que nos vieron en ese café deben haber pensado que éramos pareja o nuestra primera cita. La gente es así, es pelotuda.
Para variar, pasamos por su casa. Agarró algo de plata, lo vi cambiarse el abrigo y se me ocurrió decirle que sí, que lo acompañaba y que la pasaríamos muy bien. Se me ocurrió demorarlo un rato charlando de las banalidades de la vida, dándole besos esporádicos y de duración indeterminada, abrazándolo mientras se miraba al espejo o hacía un poco de orden. También le pedí prestada una camisa. Qué sé yo, a lo mejor yo quería hacerle creer a la gente que Patricio y yo éramos una pareja disfuncionalmente estable.
Porque al fin y al cabo, lo éramos.

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